Un pulso militar en el Caribe con ecos diplomáticos
Una amenaza de derribo y, acto seguido, un llamado al diálogo. Así se movió el tablero en el Caribe. Horas después de que el presidente estadounidense Donald Trump advirtiera que derribaría aviones militares venezolanos si ponían en riesgo a sus fuerzas, Nicolás Maduro pidió conversaciones directas y "respeto". "Ninguna diferencia debe llevar a un conflicto militar", dijo en un mensaje en cadena nacional. En el centro de todo está Venezuela y un corredor marítimo donde cualquier error se paga caro.
El último repunte arrancó con un ataque de Estados Unidos contra una embarcación que Washington describió como "lancha de narcos" con bandera venezolana. Luego, el Pentágono acusó a la aviación de Caracas de realizar sobrevuelos provocativos cerca de buques estadounidenses en el Caribe. Trump endureció el lenguaje: si un avión venezolano se acerca y crea peligro, "será derribado". La señal es clara: tolerancia cero alrededor de sus unidades navales.
La respuesta operativa llegó rápido. Washington despliega cazas F-35 en Puerto Rico dentro de su campaña contra los carteles. Son diez aeronaves de quinta generación que se suman a buques ya posicionados en el sur del Caribe. El movimiento persigue dos objetivos: disuadir y ganar superioridad aérea inmediata si algo se tuerce. El F-35, con su baja firma radar y sensores avanzados, cambia el cálculo de riesgos a unos minutos de vuelo de las rutas clave.
Maduro, por su parte, rechazó de plano el relato de Washington que asocia a su Gobierno con el narcotráfico. "Esos informes de inteligencia no son verdad", afirmó. Recordó que en territorio venezolano no se cultiva coca y defendió los operativos contra el tráfico. El choque no es nuevo: desde 2020, el Departamento de Justicia de EEUU presentó cargos contra altos funcionarios venezolanos por narcotráfico; Caracas niega esos señalamientos y los tilda de políticos. En paralelo, informes de la ONU sitúan la producción de hoja de coca en Colombia, Perú y Bolivia, lo que Caracas usa para sostener su tesis: el problema es regional y de tránsito, no de origen interno.
Más allá del cruce de acusaciones, hay un aspecto técnico que preocupa a los mandos: el riesgo de error. Los sobrevuelos a baja cota y las interceptaciones agresivas pueden terminar en un incidente por mala identificación o por comunicaciones deficientes. En el mar abierto, donde la jurisdicción se rige por convenciones internacionales, las normas no escritas pesan tanto como los tratados. Una radio mal sintonizada o una maniobra brusca pueden precipitar una escalada que nadie quiere.
El marco legal tampoco es menor. En aguas internacionales, los buques de guerra gozan de inmunidad y libertad de navegación. Las aeronaves militares pueden operar en espacio aéreo internacional, pero cualquier acción que se perciba como hostil habilita respuestas bajo el principio de legítima defensa del Artículo 51 de la Carta de la ONU. La clave está en la proporcionalidad: ¿qué constituye una amenaza inminente? ¿hasta dónde llega el "derecho a proteger" a la tripulación?
La dimensión política empuja y a la vez limita a ambos. Trump ha hecho bandera de su campaña antidrogas y de mano dura en el Caribe. Cada despliegue transmite que no habrá tolerancia con lo que la Casa Blanca considere agresiones o instrumentos del crimen organizado. En Miraflores, Maduro intenta proyectar control interno y apertura calculada hacia afuera, en un país que busca oxígeno económico mientras carga con años de sanciones y aislamiento. Una subida del riesgo militar en la fachada caribeña impacta de inmediato en seguros marítimos, fletes y exportaciones de hidrocarburos.
La correlación de fuerzas es asimétrica. La Fuerza Aérea venezolana cuenta con cazas Su-30MK2 y F-16 modernizados en distintos grados, sistemas de defensa aérea de largo alcance y radares de origen ruso. Es un paquete disuasivo en su espacio, pero no está diseñado para un duelo prolongado con una fuerza conjunta de EEUU con capacidades furtivas, guerra electrónica y alerta temprana a pocos minutos. Por eso los estados mayores suelen apostar por la disuasión y el control de daños, no por el choque directo.
Si la política manda sobre los planes operativos, la ventana para una distensión existe. Hay canales discretos —militares y diplomáticos— que pueden activarse aunque los discursos suenen a puro acero. En el pasado reciente, Noruega facilitó contactos políticos entre Washington y Caracas, y México abrió espacios de negociación entre Gobierno y oposición. Un "teléfono rojo" marítimo-aéreo en el Caribe reduciría las probabilidades de que una patrulla rutinaria termine en tragedia.
En la región, gobiernos caribeños y sudamericanos miran con inquietud. El Caribe es un pasillo comercial y turístico; una zona de maniobras navales convertida en campo de nervios repercute en cruceros, pesca y rutas de abastecimiento. En foros como Caricom y la OEA suelen aparecer llamados a la prudencia cuando el clima se caldea, y no sería extraño que surjan voces pidiendo verificación independiente de incidentes y reglas de encuentro claras entre fuerzas militares.
El frente económico añade presión. En 2023 y 2024 se ensayaron ciclos de alivio parcial y retorno de sanciones energéticas por parte de Estados Unidos, atados a avances o retrocesos en compromisos políticos internos en Caracas. Una crisis militar endurecería otra vez el tablero. Empresas de trading y aseguradoras ajustan primas cuando el riesgo político sube; eso encarece cualquier operación que pase por aguas cercanas a focos de tensión.
El discurso de Maduro, al apostar por el diálogo, intenta frenar la escalada sin ceder en la narrativa: "hablamos, pero con respeto". La pregunta es qué puede desbloquear el otro lado. En Washington, el lenguaje de disuasión exige coherencia: si se trazan líneas rojas, deben sostenerse; si se busca bajar la temperatura, hay que abrir canales visibles y discretos a la vez. Lo probable en el corto plazo es una combinación de patrullas con más distancia, avisos por radio más formales y un esfuerzo por documentar cada encuentro con video y telemetría.
Lo que está en juego: riesgos, derecho y salidas posibles
Un choque directo tendría un coste humano inmediato y un precio político alto. En segundos, un incidente local podría arrastrar a terceros países, disparar cadenas de obligaciones diplomáticas y encallar cualquier intento de negociación interna en Caracas. La seguridad de rutas que conectan refinerías, puertos y plataformas offshore quedaría en entredicho.
Hay, sin embargo, un menú de salidas realistas que no suenan dramáticas en público pero suelen funcionar en crisis de este tipo:
- Establecer protocolos de encuentro aire-mar: altitudes mínimas, radios predefinidas y distancias de seguridad verificables por GPS.
- Abrir un canal de desconflicción entre mandos regionales para resolver incidentes en tiempo real y evitar que suban a nivel político.
- Invitar a observadores técnicos de países neutrales para revisar videos y registros de vuelo cuando haya versiones contradictorias.
- Coordinar, a través de terceros, operaciones antidrogas con notificación previa para reducir roces con unidades locales.
También hay señales a vigilar en los próximos días: si los F-35 realizan patrullas regulares o solo vuelos de presencia, si se publican imágenes de los supuestos "acercamientos peligrosos" y si Caracas ajusta su patrón de vuelos cerca de buques extranjeros. Otra pieza clave será el lenguaje: pasar del ultimátum al protocolo indica que alguien está cogiendo el timón de la desescalada.
El Caribe, por ahora, sigue siendo una mesa con fichas alineadas y manos temblorosas. Quien marque el ritmo —con prudencia o con bravuconadas— dirá si esta crisis termina en un parte de rutina o en un incidente que recordaremos por años.